La falda de la montaña, con la presencia del Santuario de Monserrate, es la compañera inseparable del Chorro de Quevedo, un lugar enigmático, donde el artista, Jorge Olave, inmortalizó los personajes que protagonizaron esa época. La loca margarita, el bobo del tranvía, el cachaco y otros más acompañan a los visitantes que llegan al centro histórico de la Candelaria.
En la vista de hoy del “Chorro”, como es conocido este sitio, con tan solo dar unos pasos por sus calles empedradas se pueden ver las diferentes generaciones que buscan un momento de distracción. Se encuentra la dura realidad, donde los “vendedores informales” se acercan a los transeúntes y sin más ni más, ofrecen, por unos cuantos pesos, un “bareto de marihuna”, nombre que recibe el cigarrillo que se hace con las hojas de esta hierba.
Desde otra esquina se pueden observar los artistas de la calle que se ganan la vida con unas cuantas acrobacias, son hombres de pelo largo, sombreros de lana de ala ancha, jeans y tenis, y para ellos está por encima de todo, su amor al arte.
Para el frío, en el Chorro se puede encontrar todo tipo de bebidas, pero la más tradicional es el “canelazo”, una mezcla de agua de panela con licor, que en un mismo recipiente puede despertar en los consumidores un realismo mágico y sentimental.
El amor no falta en este panorama, la plazoleta sirve también de escenario, quizá cómplice, de encuentros románticos entre hombres y mujeres que bajo la noche bogotana, a la luz de un farol y con la energía de un canelazo encuentran la felicidad, cada pareja a su manera
Con todos estos sentimientos que revive el Chorro de Quevedo, siempre tiene cosas que mostrar, pues cada vez que se visita, la magia de sus calles y sus fantasmas despiertan innumerables emociones.